nota 2


Supongo que era otro mundo. No teníamos paga, pero aún había formas de sacarse unos cuartos, en el propio barrio, sin ensuciarse mucho las manos.
En la tienda de alimentación, te daban diez pesetas por casco, y la pradera siempre escondía algún tesoro. Aún no entendíamos muy bien cómo llegaban hasta el césped las litronas --éramos unos enanos-- pero ahí estaban, relucientes bajo el sol de la tarde, nuestro pase directo a las tiendas de chucherías.
Tras el reparto, con veinte pesetas por bolsillo, nos daba como mucho para cuatro o cinco gominolas --según tamaños y gustos-- así que cada una de ellas tenía que ser excepcional. Así empezaba la búsqueda. Por supuesto, teníamos localizados algunos puertos seguros.
Las mejores moras (negras, claro está) las vendían en un quiosco que quedaba cerca del colegio, al otro lado del parque, cruzando la avenida. Estaba demasiado lejos de la pradera, así que normalmente no comíamos moras: suponian un esfuerzo que pasaba por caprichoso lujo para la mayoría. La especialidad de estas moras, en concreto, consistía en su extraordinario sabor, aunque todos sus elementos estaban increíblemente bien logrados: unos granos duros, gruesos y levemente separados entre sí, recubiertos con un polvillo mate que les confería una ilusión de suciedad, como si las moras estuviesen recién cogidas de una zarza-goma, algo fantástico; dentro, una gominola blandita pero resistente, capaz de aguantar más de cuarenta segundos en la boca sin deshacerse, por no hablar de su dulce olor afrutado... pero sobre todo, era el delicioso gusto a baya silvestre que invadía tus sentidos cuando las partías en dos, en el primer mordisco, lo que las hacía únicas. Una delicia que, desgraciadamente, no he vuelto a encontrar en ninguna tienda del barrio...

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